América Latina vacuna por completo a un 15% de su población mientras las variantes avanzan
EL PAIS
Aproximadamente uno de cada seis habitantes del continente donde se mantiene vivo el incendio de la pandemia ya dispone de una pauta completa de vacunación. La otra cara de ese dato: más del 80% de los latinoamericanos sigue sin acceso completo a la única solución que por ahora ha encontrado la humanidad para la covid. La variación entre países es, eso sí, considerable. Mientras en Chile o Uruguay más de la mitad de la ciudadanía cuenta con todas las dosis necesarias, en Honduras, Guatemala o Venezuela esta cifra no llega ni al 1%.
El panorama de personas con al menos una dosis en su cuerpo es más alentador, pero reproduce los mismos patrones de desigualdad. A Chile, Uruguay y la República Dominicana le siguen Argentina, Brasil y (algo más atrás) Costa Rica.
En todos ellos, pero especialmente en los dos primeros, la brecha que existe entre personas con alguna dosis y aquellas con una pauta completa está por encima de sus vecinos. Argentina presenta la mayor diferencia: 40% con alguna dosis, y de ellos apenas una cuarta parte (10% sobre el total) con inmunización total.
Estas diferencias obedecen a las distintas aproximaciones que han seguido los países a una realidad de la que pocos se han librado en el continente: la falta de disponibilidad de viales durante los primeros meses de la vacunación. Perú, Colombia o El Salvador tiene valores mucho más parejos, lo que denota una práctica de vacunación que asegura segundas dosis antes que poner primeras. Quizás no es casualidad que se trate de países con menor ingreso y capacidad agregada de gasto.
Una evolución desigual
Desde un primer momento, y aún hoy, la disponibilidad de vacunas ha estado marcada por las condiciones de partida de los países. No sólo disponibilidad para inversión, también capacidad de activar los procesos necesarios a todos los niveles para ejecutar una política de una complejidad sin precedentes: empieza en negociaciones que tienen tanto un componente diplomático como otro de colaboración público-privada, sigue en la logística y el transporte y termina en lo local, con la capacidad del sistema de salud permeando cada paso.
Con esta interacción de factores se han ido decantando las distintas tendencias dentro de América Latina, agrupando a los países. En cabeza se han situado Chile y Uruguay. Ambos países no tan densamente poblados, en la parte alta de la distribución de ingresos, con bajos índices de pobreza y sistemas de atención primaria en salud sólidos. Ambos también con un buen margen de movimiento diplomático que, unido al capital fiscal disponible, les permitían actuar para esquivar la restricción de oferta inicial.
Argentina y Brasil cuentan con espacio de inversión absoluto mayor pero mucho más limitado en términos relativos, cuando se mide per capita, y sobre todo cuando se lo compara con el reto logístico y social que supone vacunar en ambas naciones, particularmente en la segunda. El espacio de maniobra diplomática es, paradójicamente, menor para ambos a pesar de tratarse de jugadores más importantes en el plano internacional. En la búsqueda de vacunas, cuando estas escaseaban, parece que la pequeña escala jugó a favor de la agilidad.
México y Colombia se colocan algo más abajo, caracterizados por diplomacias más aparatosas y sistemas particularmente desiguales (también en la cobertura de salud, sobre todo para México), sin disposición de capacidad fiscal notable. Les siguen Perú, Bolivia y Ecuador, con tasas de pobreza más elevadas, menos capacidad logística y sanitaria que la de sus vecinos y poco poder de movimiento en gasto y en diplomacia.
Pero al menos todos los anteriores (junto con El Salvador, Costa Rica, Panamá, Cuba y sobre todo la República Dominicana) han logrado producir una curva de dosis administradas por habitante que va elevándose, buscando un aumento progresivo. Naciones más pobres como Venezuela, Guatemala, Honduras, Nicaragua o Paraguay se han quedado ancladas en evoluciones por ahora mucho más lentas. Ninguna de ellas tiene ni a un 3% de su población completamente vacunada, según los datos más recientes ofrecidos por cada gobierno.
¿Vacunas mejores y peores?
Las dudas sobre la calidad diferenciada de las vacunas ya emergieron con las comparaciones que se hicieron de eficacia probada en estudios de fase tres de finales de 2020: aquellos que aplican dosis a miles de personas, y a otros tantos un placebo, para comprobar qué tanto se reducía la probabilidad de contagio, de covid sintomático, de desarrollo grave de la enfermedad o incluso muerte. Los resultados se expresaban en porcentajes que indicaban precisamente esa reducción: así, por ejemplo, una eficacia del 95% para covid severo significaba que la probabilidad de desarrollarlo era veinte veces menor para la persona vacunada versus la no vacunada. El juego de poner un porcentaje junto a otro nunca tuvo una fuerte sustentación empírica, puesto que cada estudio de fase tres se realizaba en distintos países, y por lo tanto en contextos sociales y de contagio diferentes. Pero tenía fácil contestación en tanto que se mantuviera la restricción de oferta: la vacuna buena era la que llegaba.
Sin embargo, a medida que se ha relajado el cuello de botella, y que las variantes como alfa, delta o lambda han demostrado que son un poco (no mucho, a la luz de los datos disponibles) mejores contagiándose incluso entre los vacunados, el argumento contra la comparación se ha ido debilitando, y la tentación por mantenerla ha crecido.
La principal perdedora en este juego ha sido Coronavac. El laboratorio chino Sinovac fue el primero en aprovisionar de dosis tanto a Chile como a Uruguay, que han apoyado sus sustanciosos crecimientos en ella. También le ha solucionado buena parte de la papeleta a Colombia, entre otros países de la región. Sin embargo, los reportes comparativamente bajos de reducción de probabilidad de contagio en algunos estudios preliminares (50,6%) han lastrado su imagen, como también lo ha hecho la falta de transparencia de las autoridades chinas.
Pero los datos que vienen de Chile y Uruguay no justifican mucho este lastre. Al contrario: en los meses pasados, Coronavac ha demostrado una alta efectividad (equivalente a la eficacia mencionada, pero con una crucial diferencia: esta vez no son estudios controlados con miles de personas, sino agregaciones de millones en el mundo real, con la vacuna en uso). La reducción de probabilidad de casos ronda el 60%-64%, comparable a los viales de Jannsen o AstraZeneca. Pero, más importante aún, el porcentaje llega y supera el 90% en enfermedad grave. Eso quiere decir que entre 9 de 10 diez (Chile) y 19 de cada 20 (Uruguay) muertes por covid se han evitado. Siendo que en ambos países la ola actual ha sido particularmente intensa, son muchas vidas potencialmente salvadas.
En suma, ambas vacunas son casi idénticas (y extraordinariamente eficaces hasta ahora) a la hora de proteger contra enfermedades graves, y este rasgo lo comparten todas las demás empleadas en la región. Es decir: si procede algún debate sobre “vacunas mejores” y “peores”, este se debería circunscribir al objetivo de salud pública de evitar contagios para reducir el espacio de mutación del virus. Y aunque hay indicios de que algunas versiones (especialmente las basadas en mRNA) son algo mejores que otras para ello, ninguna parece inocua en este frente. Para mantener esta seguridad es seguramente útil seguir recopilando datos y fortalecer los sistemas de vigilancia genómica en la región para ‘cazar’ al vuelo las mutaciones y variantes con poder de evasión inmune. Mientras no se compruebe una pérdida significativa de protección, y en tanto que más de tres cuartos de América Latina siga sin disponer de una pauta completa, el acceso seguirá siendo el vector principal de las estrategias de vacunación en el continente.
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