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Cómo predijo Rousseau a Trump

El ataque del filósofo de la Ilustración a las élites cosmopolitas parece hoy profético


(Tomado de America Nuestra, Traducción: Marcos Villasmil)


«Amo a los que han recibido una mala educación«, dijo Donald Trump durante un discurso de victoria en febrero, y ha atacado repetidamente a las élites de Estados Unidos y su «falso tema  del globalismo». Los votantes de Gran Bretaña, haciendo caso a los llamamientos de los activistas del Brexit para «recuperar el control» de un país ostensiblemente amenazado por la inmigración incontrolada, las «élites no elegidas» y los «expertos«, han dado marcha atrás luego de cincuenta años de integración europea. Otros países de Europa Occidental, al igual que Israel, Rusia, Polonia y Hungría, bullen con afirmaciones demagógicas de identidad étnica, religiosa y nacional. En la India, los supremacistas hindúes han adoptado el epíteto conservador «libtard» para canalizar la justa furia contra las élites liberales y seculares. La gran aventura del siglo XVIII de una civilización universal armonizada por el interés propio racional, el comercio, el lujo, las artes y la ciencia -la Ilustración forjada por Voltaire, Montesquieu, Adam Smith y otros- parece haber alcanzado un turbulento anticlímax en una revuelta mundial contra la modernidad cosmopolita.

 

 

JeanJacques Rousseau
Jean- Jacques RousseauIllustration by Jeffrey Fisher 

 

Ningún pensador de la Ilustración que observara nuestra situación actual desde el más allá podría decir «Os lo dije» con tanta seguridad como Jean-Jacques Rousseau, un autodidacta ginebrino torpe y quisquilloso, que fue descrito de forma memorable por Isaiah Berlin como el «mayor militante de baja estofa de la historia». En sus principales escritos, que comenzaron en la década de los cincuenta, Rousseau floreció gracias a su aversión a la vanidad metropolitana, su desconfianza hacia los tecnócratas y el comercio internacional, y su defensa de las costumbres tradicionales.

Voltaire, con quien Rousseau compartió una larga y violenta animosidad, lo caricaturizó como un «vagabundo que querría ver a los ricos robados por los pobres, para establecer mejor la unidad fraternal del hombre». Durante la Guerra Fría, críticos como Berlin y Jacob Talmon presentaron a Rousseau como un profeta del totalitarismo. Ahora, mientras las grandes clases medias de Occidente se estancan y miles de millones de personas salen de la pobreza mientras albergan sueños irrealizables de prosperidad, la obsesión de Rousseau por las consecuencias psíquicas de la desigualdad parece aún más profética e inquietante.

Rousseau describió la experiencia interior por excelencia de la modernidad: ser un intruso. Cuando llegó a París, en los años setenta del siglo 18, a la edad de treinta años, era un espectador irracional, que luchaba con complejos sentimientos de envidia, fascinación, repulsión y rechazo provocados por una élite ensimismada. Objeto de burla por sus colegas en Francia, encontró lectores entusiastas en toda Europa. Los jóvenes provincianos alemanes, como los filósofos Johann Gottlieb Fichte y Johann Gottfried von Herder -los padres, respectivamente, del nacionalismo económico y cultural-, sentían resentimiento hacia los universalistas cosmopolitas. Muchos revolucionarios provincianos, empezando por Robespierre, se inspiraron en la esperanza de Rousseau -esbozada en su libro «El contrato social» (1762)- de que una nueva estructura política podría curar los males de una sociedad desigual y comercial.

En la última década, varios libros han afirmado la centralidad y singularidad de Rousseau. La biografía de Leo Damrosch, «Genio inquieto» (2005), identificó a Rousseau como «el genio más original de su época, tan original que la mayoría de la gente de entonces no podía empezar a apreciar lo poderoso que era su pensamiento». El año pasado, István Hont, en «La política en la sociedad comercial», un estudio comparativo de Rousseau y Adam Smith, sostuvo que no hemos avanzado mucho más allá de los temores y preocupaciones de Rousseau: que una sociedad construida en torno a individuos con intereses propios carecerá necesariamente de una moral común. Heinrich Meier, en su nuevo libro, «Sobre la felicidad de la vida filosófica» (Chicago), ofrece una visión general del pensamiento de Rousseau a través de la lectura de su último e inacabado libro, «Ensueños de un caminante solitario», que comenzó en 1776, dos años antes de su muerte. En «Ensueños», Rousseau se aleja de las prescripciones políticas y cultiva su creencia de que «la libertad no es inherente a ninguna forma de gobierno, está en el corazón del hombre libre».

Si Rousseau parece el protagonista central de la revuelta antielitista que actualmente reconfigura nuestra política, es porque estuvo presente durante la creación del sistema de valores -la creencia de la Ilustración en lo que él llamaba «las ciencias, las artes, el lujo, el comercio, las leyes», que cambió el carácter de la cultura occidental y, finalmente, el del mundo en general. La nueva disposición benefició en general a los hombres de letras. Sin embargo, Rousseau se convirtió en uno de sus raros críticos, al menos en parte porque los salones de París, puntos centrales de la Ilustración francesa, eran lugares en el que él no tenía cabida real.

Rousseau recibió poca educación formal, pero acumuló mucha experiencia durante una infancia y adolescencia en gran medida sin supervisión. Nacido en Ginebra en 1712, hijo de un relojero en apuros y de una madre que murió poco después de dar a luz, sólo tenía diez años cuando su padre lo depositó en casa de unos parientes indiferentes para luego abandonar la ciudad. A los quince años se escapó y encontró el camino a Saboya, donde rápidamente se convirtió en el juguete de una noble suizo-francesa. Ella resultó ser el gran amor de su vida, introduciéndole en los libros y la música. Rousseau, que siempre buscaba sustitutos para su madre, la llamaba «Maman».

Para cuando llegó a París, ya había tenido varios trabajos  subordinados por toda Europa: como aprendiz de grabador en Ginebra, lacayo en Turín, tutor en Lyon, secretario en Venecia. Estas experiencias, escribe Damrosch, «le dieron la autoridad para analizar la desigualdad como él lo hizo». Poco después de su traslado a París, se unió a una lavandera casi analfabeta, que le dio cinco hijos, e hizo sus primeras incursiones en la sociedad de salón. Uno de sus primeros conocidos allí fue Denis Diderot, un compatriota que se empeñaba en aprovechar al máximo el clima intelectual relativamente libre de esa década. En 1751, Diderot lanzó su «Encyclopédie», que sintetizaba las ideas clave de la Ilustración francesa, como las de la «Historia Natural» de Buffon (1749) y la enormemente influyente «El espíritu de las leyes» de Montesquieu (1748). La enciclopedia cimentó la principal pretensión del movimiento: que el conocimiento del mundo humano, y la identificación de sus principios fundamentales, allanarían el camino del progreso. Como prolífico colaborador de la «Encyclopédie», publicando cerca de cuatrocientos artículos, muchos de ellos sobre política y música, Rousseau parecía haberse unido a un esfuerzo colectivo para establecer la primacía de la razón y, como escribió Diderot, para «devolver a las artes y a las ciencias la libertad que les es tan preciada».

Pero sus opiniones estaban cambiando. Una tarde de octubre de 1749, Rousseau viajó a una fortaleza en las afueras de París, donde Diderot, que había puesto a prueba los límites de la libertad de expresión con un tratado que cuestionaba la existencia de Dios, estaba cumpliendo unos meses de prisión. Leyendo un periódico en el camino, Rousseau observó un anuncio de un concurso de ensayo. El tema era «¿El progreso de las ciencias y las artes ha hecho más por corromper la moral o por mejorarla?». En sus «Confesiones«, publicadas en 1782, posiblemente la primera autobiografía moderna, Rousseau describió cómo «en el momento en que leí esto, contemplé otro universo y me convertí en otro hombre». Afirma que se sentó al borde del camino y pasó la siguiente hora en trance, empapando su abrigo en lágrimas, superado por la idea de que el progreso, en contra de lo que decían los filósofos de la Ilustración sobre sus efectos civilizadores y liberadores, estaba conduciendo a nuevas formas de esclavitud.

Es poco probable que Rousseau recibiera su epifanía de forma tan histriónica; puede que ya previamente hubiera empezado a formular sus herejías. En cualquier caso, su ensayo ganador del concurso, publicado en 1750 como su primera obra filosófica, «Discurso sobre los efectos morales de las artes y las ciencias», abundaba en afirmaciones dramáticas. Las artes y las ciencias, escribió, eran «guirnaldas de flores sobre las cadenas que pesan [sobre los hombres]«, y «nuestras mentes se han corrompido en proporción» al aumento del conocimiento humano. A mediados del siglo XVIII, los intelectuales de París habían erigido un estándar de civilización para que otros lo siguieran. En opinión de Rousseau, la nueva clase intelectual y tecnocrática emergente no hacía más que dar cobertura literaria y moral a los poderosos e injustos.

Diderot se complació con la polémica de Rousseau, sin darse cuenta inicialmente de que equivalía a una declaración de guerra contra su propio proyecto. La mayoría de sus compañeros consideraban que la ciencia y la cultura liberaban a la humanidad del cristianismo, el judaísmo y otros vestigios de lo que consideraban una superstición bárbara. Elogiaban a la clase burguesa emergente y daban mucha importancia a sus instintos de autoconservación e interés propio, así como a su espíritu científico y meritocrático. Adam Smith preveía un sistema global comercial abierto, impulsado por la envidia y la admiración de los ricos junto con los deseos miméticos de su poder y sus privilegios. Smith sostenía que el instinto humano de emulación de los demás podía convertirse en una fuerza moral y social positiva. Montesquieu pensaba que el comercio, que hace «útiles las cosas superfluas y necesarias las útiles», «curaría los prejuicios destructivos» y promovería «la comunicación entre los pueblos».

El poema de Voltaire «Le Mondain» (Lo mundano) describe a su autor como el propietario de finos tapices y vajilla de plata y de un carruaje adornado, deleitándose en el lujoso presente de Europa y despreciando su pasado religioso. Voltaire era el típico plebeyo interesado que promovía el comercio y la libertad como antídoto contra la autoridad arbitraria y la jerarquía. En la década siguiente a 1720, especuló lucrativamente en Londres y alabó sus inversiones en la bolsa como templo de la modernidad secular, donde «el judío, el mahometano y el cristiano tratan entre sí como si fueran todos de la misma fe, y sólo aplican la palabra infiel a las personas que se arruinan».

Exhortando a la búsqueda del lujo junto con la libertad de expresión, Voltaire y los demás habían articulado y encarnado un modo de vida en el que la libertad individual se alcanzaba mediante el aumento de la riqueza y la sofisticación intelectual. Contra esta revolución moral e intelectual, que llegaba tras siglos de sumisión ante el trono y el altar, Rousseau lanzó una contrarrevolución. La palabra «finanzas», dijo, es «una palabra de esclavos», y el funcionamiento secreto de los sistemas financieros es un «medio de hacer ladrones y traidores, y de poner la libertad y el bien público en subasta». Anticipándose a los Brexiters de hoy, afirmó que a pesar del poderío político y económico de Inglaterra, el país sólo ofrecía a sus ciudadanos una falsa libertad: «El pueblo inglés cree que es libre. Se engaña mucho a sí mismo; sólo es libre durante la elección de los miembros del Parlamento. En cuanto son elegidos, el pueblo está esclavizado y no cuenta para nada».

En casi veinte libros, Rousseau amplió sus objeciones a los intelectuales y a sus ricos mecenas, que presumían de decir a los demás cómo debían vivir. Rousseau compartía con sus adversarios un supuesto crucial: que la época de la tiranía clerical y de la monarquía sancionada por Dios estaba siendo sustituida por una era de creciente igualitarismo. Pero advirtió que los valores burgueses de la riqueza, la vanidad y la ostentación impedirían, en lugar de hacer avanzar, el crecimiento de la igualdad, la moralidad, la dignidad, la libertad y la compasión. Creía que una sociedad basada en la envidia y el poder del dinero, aunque prometiera el progreso, impondría en realidad un cambio psicológicamente debilitante a sus ciudadanos.

Rousseau se negaba a creer que la interacción de intereses individuales, destinada a hacer avanzar la nueva civilización, pudiera producir alguna armonía natural. El obstáculo, tal como él lo definió, existía en el alma de los hombres sociables o aspirantes a burgueses: era el ansia insaciable de conseguir el reconocimiento de su persona por parte de los demás, que lleva «a cada individuo a hacer más de sí mismo que de cualquier otro». La «sed» de mejorar «sus respectivas fortunas, no tanto por la necesidad real como por el deseo de superar a los demás», llevaría a la gente a intentar subordinar a los demás. Incluso los pocos afortunados en la cima de la nueva jerarquía permanecerían inseguros, expuestos a la envidia y la malicia de los de abajo, aunque ocultos tras una muestra de deferencia y civismo. En una sociedad en la que «todo el mundo finge trabajar por el beneficio o la reputación del otro, mientras sólo busca elevar la suya por encima de ellos y a su costa«, la violencia, el engaño y la traición se hacen inevitables. En la sombría visión del mundo de Rousseau, «la amistad sincera, la verdadera estima y la perfecta confianza están desterradas entre los hombres. Los celos, la sospecha, el miedo, la frialdad, la reserva, el odio y el fraude se ocultan constantemente». Esta vida interior patológica era una «contradicción» devastadora en el corazón de la sociedad moderna.

Según Rousseau, la tendencia de la civilización moderna a hacer que la gente busque la aprobación de aquellos a los que odia, deformó algo valioso en el hombre «natural»: la satisfacción sencilla y el amor propio no consciente. La verdadera libertad en estas circunstancias sólo podría alcanzarse superando al burgués hipócrita y dolorosamente dividido que llevamos dentro. Rousseau creía haber hecho este esfuerzo; se separó con meticulosa ostentación del hombre que desea ascender, «el tipo que actúa como librepensador«. En su «Disertación sobre el origen y el fundamento de la desigualdad de la humanidad», escribió: «En medio de tanta filosofía, humanidad y civilización, y de tan sublimes códigos de moralidad, no tenemos nada que mostrar sino una apariencia frívola y engañosa, el honor sin la virtud, la razón sin la sabiduría y el placer sin la felicidad.»

Las denuncias de Rousseau contra los intelectuales pueden haber adquirido una ventaja adicional por el hecho de que Voltaire lo expuso, en un panfleto anónimo, como un defensor hipócrita de los valores familiares: alguien que abandonó a sus cinco hijos en un hospital de niños expósitos. La vida de Rousseau mostró muchas diferencias entre la teoría y la práctica, por decirlo suavemente. Conocedor de los buenos sentimientos, era propenso a esconderse en callejones oscuros y a mostrarse ante las mujeres. Más comúnmente, era dado a la masturbación compulsiva mientras aconsejaba severamente contra ella en sus escritos.

Como muchos de los que moralizan contra los ricos, Rousseau no estaba muy interesado en las condiciones de los pobres. Simplemente suponía que su propia experiencia de desventaja social y pobreza -aunque rara vez era realmente pobre y tenía la habilidad de encontrar mecenas ricos- bastaba para que sus argumentos fueran superiores a los de personas que vivían vidas más privilegiadas. Como muchas víctimas autopercibidas, estaba convencido de que nadie intentaba realmente sentir su dolor. Meier, en su denso pero preciso y apasionante análisis, señala que el epígrafe del último libro de Rousseau es el mismo que el del primero: «Aquí soy el bárbaro, porque nadie me entiende«. En realidad, se trata de la nota menos chocante entre muchas afirmaciones melodramáticas que usó durante una carrera intelectual impulsada por la autocompasión y la recriminación.

Sin embargo, como Rousseau derivó sus ideas de experiencias íntimas de miedo, confusión, soledad y pérdida, conectó fácilmente con personas que se sentían excluidas. Los excesivamente adornados hombres de los salones de París, lamentó una vez Tocqueville, estaban «casi totalmente alejados de la vida práctica» y trabajaban «sólo a la luz de la razón». Rousseau, en cambio, encontró un eco receptivo entre la gente que hacía la traumática transición de la sociedad tradicional a la moderna, de la vida rural a la urbana. Sus libros, especialmente la novela romántica «Julie», superaron ampliamente las ventas de sus compañeros. La historia de la hija de un noble que se enamora de un joven tutor sin recursos, «Julie» fue la novela más vendida del siglo XVIII. Como señala Damrosch, trataba de personajes cuya «oscuridad rural les daba una mayor integridad que la de los seres sofisticados de la ciudad». La sabiduría ganada a pulso por los personajes, un tema presente en todas las novelas y otras obras de Rousseau, los hizo tan populares para Kant, en Königsberg, como para los provincianos silenciosamente desesperados de toda Europa.

Rousseau podría haber seguido la trayectoria profesional de tantos filósofos que, como ha escrito Robert Darnton, fueron «pensionados, consentidos y completamente integrados en la alta sociedad». Pero rechazó las oportunidades de aumentar su riqueza, rechazando el mecenazgo real. A medida que envejecía y se hacía más famoso, también se volvía más paranoico. Se peleó con la mayoría de sus amigos y simpatizantes, entre ellos Hume y Diderot, y mucha gente se burló de él como un loco. Sus desavenencias más amargas fueron con Voltaire. Sin embargo, durante la Revolución Francesa, los dos hombres, que murieron en 1778, fueron desenterrados de sus tumbas y alojados uno frente al otro en el Panteón. Su proximidad póstuma, que los incorporó conjuntamente a la mitología patriótica de la Revolución, les habría horrorizado.

A Rousseau le enfurecía la insensibilidad de los ricos de la sociedad, como Voltaire. Los ricos, escribió, tienen el deber de «no hacer nunca consciente a la gente de las desigualdades de riqueza». Mientras que el mayor enemigo de Voltaire era la Iglesia católica, y la fe religiosa en general, Rousseau, aunque crítico con la autoridad clerical, consideraba que la religión salvaguardaba la moral cotidiana y hacía tolerable la vida de los pobres. Afirmaba que los intelectuales laicos eran «dogmáticos muy despóticos«, que despreciaban los sentimientos sencillos de la gente corriente y que eran tan «crueles» en su «intolerancia» como los sacerdotes católicos.

Y, a diferencia de Voltaire, un modernizador verticalista que veía a los monarcas despóticos como probables aliados de los ilustrados, Rousseau esperaba un mundo sin ellos. La sociedad ideal de Rousseau era Esparta. Pequeña, austera, autosuficiente, ferozmente patriótica y desafiantemente no cosmopolita, era una visión tan idealizada de una comunidad política antigua como el califato del Estado Islámico lo es hoy para los islamistas radicales. Tal y como lo veía Rousseau, el impulso corruptor de promocionarse a uno mismo por encima de los demás se había sublimado en Esparta en orgullo cívico y patriotismo. Evidentemente, en una sociedad así no había lugar para el universalista intelectualoide que ama a los pueblos lejanos «para no tener que amar a sus vecinos».

 

Trump y Megyn Kelly

 

Las réplicas de Rousseau al mercantilismo cosmopolita han constituido la base de los nacionalistas culturales y económicos de todo el mundo. El partido gobernante en Polonia, Ley y Justicia, que está ocupado en purgar a las «élites liberales» pro-UE de las instituciones nacionales y en integrar la homofobia y el antisemitismo, estaría encantado con las advertencias de Rousseau sobre los «cosmopolitas que van en busca de los deberes que desdeñan cumplir en su propio entorno». Al condenar al ostracismo sin piedad a mexicanos y musulmanes, Donald Trump puede encontrar mucho respaldo filosófico en «Émile; o, Sobre la educación»«Todo patriota es severo con los extraños», escribió Rousseau. «No son nada a sus ojos». Trump, en su disputa con Megyn Kelly, de Fox News, y con la mujer en general, también podría encontrar consuelo en la visión de Rousseau de la «mujer» como «hecha especialmente para complacer al hombre», que «debe hacerse agradable al hombre en lugar de provocarlo».

Muchas de estas proclamas de dureza variable contribuyeron a crear la percepción común de Rousseau como el padrino espiritual del fascismo. Pero hay muchas más pruebas de que sólo ensalzaba la colectividad en la medida en que era compatible con la libertad interior de sus miembros: la libertad del corazón. Como escribió en «Ensueños»«nunca pensé que la libertad del hombre consistiera en hacer lo que quiere, sino en no hacer lo que no quiere». Esta desconfianza básica hacia las restricciones externas a la autonomía individual se deslizó naturalmente hacia una sospecha de las grandes y opacas fuerzas del comercio internacional, la diferencia crucial, según István Hont, entre Rousseau y Adam Smith.

Los triunfos del imperialismo capitalista en el siglo XIX, y de la globalización económica después de la Guerra Fría, cumplieron a gran escala el sueño de la Ilustración de una civilización materialista mundial unida por el interés racional. Voltaire demostró ser, como escribió prescientemente Nietzsche, el «representante de las clases dominantes victoriosas y de sus valoraciones«, mientras que Rousseau parecía un mal perdedor. Sin embargo, en el contexto actual de rabia política, Rousseau parece haber captado, y encarnado, mejor que nadie el incendiario atractivo del victimismo en las sociedades construidas en torno a la búsqueda de la riqueza y el poder.

Rousseau fue el primero en hacer de la política algo intensamente personal. Nunca pudo sentirse seguro, a pesar de su gran éxito, en la pirámide social existente, y su sensibilidad desgastada registró con agudeza el atractivo de un ideal político de ciudadanos igualmente empoderados y virtuosos. Tocqueville señaló que la pasión por la igualdad puede hincharse hasta «el colmo de la furia» y ayudar a impulsar figuras y movimientos autoritarios al poder. Pero fue el ginebrino inadaptado a la sociedad, cuyos escritos Tocqueville decía leer a diario, el primero en atacar la modernidad por la forma injusta en que el poder llega a una élite en red.

Las recientes explosiones de resentimiento contra escritores y periodistas, así como contra políticos, tecnócratas, empresarios y banqueros, revelan cómo la historia de Rousseau sobre el corazón humano sigue representándose entre los desafectos. Puede que los jacobinos y los románticos alemanes hayan sido los discípulos más famosos e influyentes de Rousseau, pero la afirmación de Rousseau de que la metrópoli era una guarida de vicios y que la virtud residía en la gente corriente constituye un desafío perpetuamente renovable -de derecha e izquierda- a nuestros imperfectos acuerdos políticos y económicos. Son las personas desarraigadas con las complejas heridas de Rousseau las que han hecho y deshecho periódicamente el mundo moderno con sus demandas de igualdad radical y sus ansias de estabilidad. Es seguro que habrá muchos más de ellos, ya que miles de millones de jóvenes de Asia y África negocian la vorágine del progreso.

 

Traducción: Marcos Villasmil

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