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¡CUBA LIBRE!


JAMES BLOODWORTH

NEW STATESMAN

(Tomado de América Nuestra)


Los cubanos llevan viviendo bajo algún tipo de dictadura desde 1952. Pasaron la mayor parte de la década de 1950 viviendo bajo el corrupto gobierno de Fulgencio Batista, un coronel del ejército que derrocó al último líder cubano elegido, Carlos Prío Socarrás, en un golpe de Estado. El propio Batista fue derrocado siete años después, el 1 de enero de 1959, por el ejército guerrillero de Fidel Castro.

Hoy los cubanos viven bajo el sistema político impuesto por Castro hace 62 años, una versión tropical del modelo socialista de Estado que prevaleció en Europa del Este hasta 1989. Las vallas publicitarias al borde de las carreteras siguen exhortando a los cubanos a construir el socialismo, pero la economía está prácticamente en quiebra desde que la Unión Soviética cortó los envíos de ayuda a principios de la década de 1990.

Pasé más de un año en Cuba cuando tenía poco más de veinte años. Durante mi estancia en la isla, pude ver más allá de la romántica iconografía de «Fidel» y «Che» (por el revolucionario argentino Ernesto «Che» Guevara) que tan a menudo son sinónimos de Cuba. Algunos días era imposible encontrar jabón o papel higiénico en las tiendas estatales. Solía colarme en un hotel del Malecón, el emblemático paseo marítimo de La Habana, para robar el desayuno y llevárselo a casa a los cubanos con los que me alojaba. La Libreta de Abastecimiento mensual que el gobierno entregaba a los cubanos apenas alcanzaba para una semana, y nunca para un mes. La mayoría de mis jóvenes amigos cubanos estaban planeando su huida de la isla, normalmente mediante el matrimonio con algún turista europeo o canadiense enamorado.

Cuando volví a Inglaterra, me di cuenta de dos cosas. Una, invariablemente, era el nivel de confort material del que podía disfrutar. Se acabaron los apagones y las horas de espera en las colas. Se acabaron los retretes sin cisterna. Se acabaron las esperas ante la comisaría de policía por amigos que habían cometido el «delito» de confraternizar con turistas.

También me sorprendió la terquedad con la que muchos amigos occidentales se aferraban a sus ilusiones sobre Cuba, aunque pocos de los que vivían realmente en la isla parecían seguir creyendo en el socialismo. Mientras mis amigos cubanos buscaban la manera de salir de la mazmorra de Castro, los compañeros de izquierda que vivían a miles de kilómetros se comportaban como si Cuba siguiera siendo un paraíso tropical.

Para los que estaban dispuestos a admitir que las cosas podían no ser perfectas en la isla, la pobreza y la falta de democracia solían achacarse al imperialismo yanqui. Los mismos amigos que ponían el grito en el cielo cuando oían hablar de cualquier injusticia en Occidente «se convertían de repente en sabios sofistas de la historia o en fríos racionalistas cuando se les hablaba de los peores horrores de la nueva sociedad alternativa», como escribió el filósofo y ex comunista polaco Leszek Kołakowski durante la Guerra Fría al historiador inglés EP Thompson. Thompson había acusado a Kołakowski de apostasía por abandonar el comunismo revisionista de su juventud.

Sin duda, de vez en cuando algún admirador más conocido de la dictadura fue lo suficientemente honesto como para admitir que él nunca podría vivir bajo el sistema cubano. El fallecido escritor colombiano Gabriel García Márquez dijo una vez al New York Times que «se perdería demasiadas cosas» si viviera en Cuba. «No podría vivir con la falta de información. Soy un lector voraz de periódicos y revistas de todo el mundo«, dijo García Márquez. Para los cubanos, sin embargo, éstas eran aparentemente privaciones aceptables.

El gobierno cubano y sus partidarios tienen una respuesta automática a toda crítica, que consiste en culpar a Estados Unidos de la situación en la isla. Gran parte de la izquierda ha respondido a la ola de protestas espontáneas que actualmente recorre Cuba haciéndose eco de la línea de La Habana. Los manifestantes cubanos han sido filmados cantando «libertad» y «abajo la dictadura». Sin embargo, según los Socialistas Democráticos de América (DSA, por sus siglas en inglés), la mayor organización socialista de Estados Unidos, lo que los cubanos están protestando realmente es el «bloqueo», que en realidad es un embargo comercial: Cuba es libre de comerciar con cualquier parte del mundo excepto con Estados Unidos. «DSA está con el pueblo cubano y su Revolución en este momento de malestar. Acaben con el bloqueo«, tuiteó el Comité Internacional del grupo el 11 de julio.

El razonamiento explícitamente leninista de esta lógica -que el pueblo cubano está representado por la dictadura comunista, le guste o no- tiene sus raíces en parte en una cruda cepa de antiamericanismo que es popular entre los jóvenes estadounidenses políticamente activos y de tendencia izquierdista.

Pero también hace del autoengaño y del olvido una virtud. Han pasado más de tres décadas desde que cayó el Muro de Berlín y se abrieron los archivos soviéticos, revelando la forma espeluznante en que los sistemas políticos estalinistas empobrecieron y oprimieron a los que tuvieron la desgracia de vivir bajo su dominio. Y, sin embargo, la conveniencia política -junto con el sol tropical y la iconografía romántica de hombres con barba y traje verde oliva- es la partera de la amnesia histórica. En El Dios que fracasó, un ensayo autobiográfico sobre su desilusión y abandono del marxismo publicado en 1949, el novelista Arthur Koestler comparó a los compañeros de viaje comunistas con los mirones, que miran la «historia» a través de un agujero en la pared sin tener que experimentarla ellos mismos. En la época de Koestler, uno podría (casi) alegar ignorancia sobre lo que ocurría bajo el «socialismo realmente existente«. No se puede conceder ese margen moral a sus equivalentes contemporáneos.

Es cierto que Estados Unidos ha ejercido durante mucho tiempo una influencia perniciosa sobre Cuba. Ha invadido la isla y ha intentado asesinar a sus dirigentes. Además, ha intentado subvertir la economía cubana durante décadas mediante su embargo comercial.

Estados Unidos ha seguido este camino no para promover la democracia en Cuba. Más bien, decidió hace muchas décadas que iba a exprimir a Cuba porque los cubanos nacionalizaron las empresas estadounidenses en la isla. Antes de la revolución, Estados Unidos tenía más dinero invertido en Cuba que en cualquier otro país latinoamericano, excepto Venezuela. Para decirlo de una manera ligeramente diferente, Estados Unidos mantiene relaciones cordiales con países que tienen peores historiales de derechos humanos que Cuba, pero esos países no han tenido la temeridad de interferir con los intereses comerciales estadounidenses.

Sin embargo, la situación en Cuba -la pobreza, la represión, la estructura política leninista vertical- es tanto un producto de las fuerzas dentro de Cuba como una consecuencia de la política estadounidense. Los veteranos del Partido Comunista de La Habana no tienen intención de abrir Cuba al mundo; eso supondría el riesgo de diluir el poder que ejercen sobre sus súbditos. Tampoco las cosas son tan sencillas como decir que Estados Unidos «empujó a Cuba a los brazos de la Unión Soviética» durante la década de 1960, como dice la popular explicación liberal del descenso de Cuba a la tiranía. Es más exacto decir que la beligerancia de Estados Unidos hacia Cuba fortaleció la mano de aquellos en el movimiento revolucionario de Castro que ya consideraban a la URSS como su piedra de toque ideológica. Como dijo el Che Guevara al semanario francés L’Express en 1963 «Nuestro compromiso con el [modelo soviético] fue mitad fruto de la coacción y mitad resultado de la elección».

El modelo soviético de socialismo existe todavía en Cuba. Las elecciones son una farsa. No hay sindicatos independientes. Hay un solo periódico oficial, Granma, y el Partido Comunista decide lo que allí se publica. Si hablas en contra del gobierno, perderás tu trabajo y posiblemente acabarás en la cárcel. El escritor cubano exiliado Reinaldo Arenas, que fue expulsado de su país en 1980 por sus escritos y por su homosexualidad, lo expresó muy bien en su autobiografía: «La diferencia entre el sistema comunista y el capitalista es que, aunque ambos te dan una patada en el culo, en el comunista tienes que aplaudir, mientras que en el capitalista puedes gritar».

En cada manzana de cada pueblo y ciudad de Cuba existen Comités de Defensa de la Revolución para, como dijo una vez Fidel Castro, «saber quién es cada quien, qué hace cada persona que vive en la manzana, qué relaciones tuvo con la tiranía, a qué se dedica, con quién se reúne y qué actividades sigue».

Pero el modelo económico de Cuba, de estilo soviético y dirigido por el Estado, no funciona aunque el embargo de Estados Unidos empeore la situación. La política macroeconómica cotidiana consiste en el control centralizado de la escasez sistemáticamente inducida. No es una coincidencia que Cuba esté plagada de las mismas distorsiones económicas que en su día acosaron a las desaparecidas dictaduras comunistas de Europa del Este. La planificación central siempre resulta así, y por eso países como China la han abandonado hace tiempo.

La reciente ola de protestas muestra que Cuba puede estar acercándose a su propio momento a la 1989. Miles de personas se manifestaron en ciudades y pueblos de toda la isla para protestar por las condiciones que les impone la dictadura. Las agencias noticiosas extranjeras han señalado las protestas por las vacunas y los apagones, pero en muchos de los vídeos que han surgido se podía escuchar a los propios cubanos exigiendo «libertad».

Para los que seguimos de cerca los acontecimientos en Cuba, esto ha sido un acontecimiento notable y sin precedentes. Como escribe Stephen Gibbs para el Times de Londres: «Millones de cubanos que nunca han visto ninguna protesta importante en su vida vieron cómo se desarrollaba una en directo ante ellos. Ahora saben lo que es posible».

He visto el eslogan «Manos fuera de Cuba» utilizado por sectores de la izquierda occidental en respuesta a las protestas de esta semana. Pero si esas consignas han de significar algo, deberían dirigirse a la decrépita dictadura, que ahora mismo es el mayor obstáculo para el futuro de Cuba.

Cuba es una nación de más de 11 millones de personas que han esperado 70 años para tener derecho a intervenir en los asuntos internos de su país. Es una sociedad diversa y compleja; es más que Fidel y el Che. La izquierda debería estar al lado de los manifestantes, incluso si eso significa dejar de lado las reconfortantes ilusiones románticas.

James Bloodworth es un periodista británico. Fue editor del blog del Partido Laborista «Left Foot Forward» (el pie izquierdo hacia delante), y autor de los libros The Myth of Meritocracy (El mito de la meritocracia, 2016), y  «Hired: Six Months Undercover in Low-Wage Britain» (2018), que fuera finalista del Premio Orwell 2019. 

Sua ensayos y artículos han aparecido en el GuardianSpectatorIndependent and Wall Street Journal.

 

Traducción: Marcos Villasmil

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